San Francisco, un barrio tras las rejas


Alejandro Calle Cardona

Crónicas y reportajes / junio 8, 2017

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Es el último rincón hacia el sur de Itagüí y sus empinadas calles limitan con el corregimiento San Antonio de Prado. El origen de su nombre es una mezcla de lo divino y lo pagano, pero su historia está marcada por una cárcel que los encerró pese a estar fuera de las rejas. Aunque San Francisco ha padecido los rezagos de todas las violencias del país, su gente no lo ha dejado perder en la desesperanza.

En los terrenos de Carlos García solo se asentaban 18 casas cuando terminaba la década de 1940. Se conocía como la “cuchilla de los Vargas” porque esta familia habitaba en su mayoría en el sector por donde rondaban decenas de caballos, se fabricaban herraduras, lo que también hizo que lo llamaran “el paraje de la ferrería”.

Eleazar Vargas loteó el barrio y comenzó a poblarse. Las vías, alcantarillado y hasta las casas se construyeron a través de convites, desde allí la solidaridad, liderazgo y trabajo comunitario fueron la base de este poblado. Fiel devoto de San Francisco de Asís, mandó a comprar una imagen para bautizar el barrio con el nombre de su santo.

Pero quienes recibieron la plata y el encargo se emborracharon y en medio de rasca, llevaron al barrio otro San Francisco, el de Paula. La embarrada provocó la furia de don Eleazar y obligó el cambio de nombre del barrio que nació como tal en 1949, según recuerda Ángela García Mejía, una de sus más antiguas habitantes y líderes sociales.

En sus primeros cuarenta años como barrio, a San Francisco de Paula llegaron familias del suroeste y oriente antioqueño, muchos de ellos huyendo de la violencia y guerra con las guerrillas. Poco a poco lo que eran lotes de manga se convirtieron en filas de casas de dos y tres pisos. La vida allí era casi igual que la del resto de Itagüí, con las necesidades básicas suplidas pero sin muchos lujos propio de un barrio de obreros.

En 1989 cambió todo. El gobierno local decidió construir en la parte alta la cárcel municipal para recluir allí los sindicados de delitos. Años después, la pequeña cárcel fue vendida al Gobierno Nacional junto con los lotes vecinos y allí comenzó una trágica historia de segregación.

Decenas de familias tuvieron que vender sus casas por precios irrisorios, muchas de ellas se desplazaron a otros barrios y a otras, el poco dinero solo les alcanzó para subsistir por algunos meses.

En la terraza de la casa por la cual paga arriendo, don Ediberto Arboleda a sus 70 años recuerda aquella época. Señala con su mano derecha la cárcel, donde antes estaba su casa, la propia, de la que era dueño y de la que solo queda un leve y nostálgico recuerdo. “Nos sacaron de las casas, nos tumbaron con la plata y solo nos trajeron violencia y dolor”, asevera don Ediberto mientras juega con su nieto.

Y no es para menos. El país sufría por cuenta de la guerra contra los carteles del narcotráfico y el Estado buscaba todas las formas para acabar los ejércitos de Escobar y los Ochoa. Las negociaciones terminaron en la reclusión del primero en la cárcel La Catedral de Envigado y de los segundos en la ahora Cárcel de Máxima Seguridad de Itagüí.

Iniciando la década de 1990, los Ochoa, una de las familias más peligrosas del país, llegaron a la cárcel del barrio y con ellos, también los excesos, el dinero, la degradación y la muerte. Las caravanas de camionetas blindadas era pan de cada día, algo extraordinario para niños y jóvenes quienes solo las veían a través de la televisión.

Los más pequeños se convirtieron en los encargados de lavar los lujosos y extravagantes carros, otros en mensajeros, mandaderos y los más grandes fueron reclutados para ser los nuevos dueños de las plazas de vicio, de las mujeres, del barrio. Todos querían ser los preferidos de los patrones y para lograrlo estaban dispuestos hasta asesinar a sus vecinos y viejos amigos de juego.

Farbelly Arboleda, hija de don Edilberto, también recuerda con pudor esa época. Relata que sus compañeras de colegio eran llevadas a la cárcel para cumplir con los deseos sexuales de los nuevos inquilinos, quienes pagaban entre 200 y 300 mil pesos, una fortuna en aquellos años, a tal punto que muchas se ofrecían.

“Al frente de la cárcel está el colegio El Concejo y muchas sacaban carteles por las ventanas de los salones pidiéndole a esos señores que mandaran por ellas. Ponían el teléfono de la casa, era impresionante y muy triste”, cuenta Farbelly, quien no fue ajena a las tentaciones de los jefes de la coca.

A su casa llegaron unos jóvenes de barrio y dejaron una moto parqueada. Era el regalo enviado desde el patio de máxima seguridad a cambio de que fuera a visitar a uno de los “patrones”. Aunque ella y su familia se llenaron de temor, rechazaron el regalo.

Los asesinatos también llegaron por decenas a las calles de San Francisco, producto de la disputa por el control de las plazas de vicio, las extorsiones pero sobre todo por el control del territorio. Pasó el tiempo de los carteles y  en los primeros años del nuevo milenio llegaron los jefes del paramilitarismo. A la cárcel llegaron “el Alemán”, “Mancuso”, “don Berna” y sus hombres, con sus costumbres y prácticas sangrientas.

El barrio vivió otra época de crudeza. Los muertos eran casi a diario, según Yulieth Sánchez, una joven habitante de San Francisco. “Lo peor es que la gente los quería porque en diciembre mandaban marrano, comida, licor y regalos para todas las cuadras y en enero entregaban cuadernos y libros. Eso hacía que se convirtieran en los héroes de todos pese a lo que hacían el resto del año”, lamentó.

Pero los habitantes de la cárcel de máxima seguridad no era el único problema. El Inpec, que administra la cárcel, nunca se preocupó por los lotes que adquirieron junto al centro de reclusión. Poco a poco la ladera de la quebrada La Limona fue invadida por al menos 60 familias y pese a los intentos de las autoridades, las bandas criminales se apoderaron de los predios, vendieron lotes y controlaron durante varios años ese sector aledaño a El Limonar.

“Hemos sido víctimas de un descuido y abandono histórico de todos los gobiernos municipales de Itagüí y la desidia del gobierno Nacional. Nos trajeron una cárcel, la violencia, dejaron que invadieran nuestro territorio y nadie hace nada”, explicó Nelson Acevedo, concejal de Itagüí  quien creció y aún habita en San Francisco.

Como si fuera poco, sus habitantes parecen estar incomunicados con el resto del mundo. Por el bloqueo de la señal de telefonía en zonas cercanas a los centros penitenciarios, hacer una llamada o conectarse a internet en este barrio es toda una odisea. “Aquí es imposible recibir o hace una llamada local o al exterior. Lo más cómico es que los que están adentro sí lo hacen y muchos siguen haciendo de las suyas por teléfono”, contó don Edilberto.

Este reclamo ha sido recurrente ante la Alcaldía y el Inpec por parte de “Techo”, como se le conoce al concejal Acevedo, aunque no ha obtenido respuesta. Incluso, en la última visita del alcalde León Mario Bedoya, los líderes volvieron a hacer el reclamo. “Tenemos grandes necesidades en aceras, vías, consumo de drogas, pero la mayor urgencia es buscar con el Inpec para que recuperen el lote invadido porque nos está trayendo mucho problemas sociales”, dijo el mandatario.

La historia de este barrio ha estado trazada por la pobreza y la violencia, pero también por el liderazgo y la cultura. En una esquina sobre la vía principal, funciona la biblioteca comunitaria, quizá uno de los pocos rincones donde los niños y jóvenes pueden soñar con una vida distinta, aunque temen que este espacio, por falta de apoyo estatal también muera en el olvido.

Aunque el nombre de la cárcel cambió por el de “La Paz” para “no afectar la imagen del municipio”, según sus promotores, los habitantes de San Francisco siguen esperando que la realidad que sí cambió por cuenta del centro de reclusión mejore en los próximos años y que esta vez sí se cumpla la promesa de recuperar lo que algún día fue de todos.

La vida en la calle 27 es apuro furor, las ventas, los buses, los niños, los abuelos, la música. San Francisco es una mezcla de todo, aunque para muchos continúa estando tras las rejas.

Alejandro Calle Cardona

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