Fútbol en tiempos de Jesucristo: solo el coronavirus pudo parar el balón


Alejandro Calle Cardona

Crónicas y reportajes / mayo 3, 2020

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Ni las guerras habían logrado parar el fútbol en todo el mundo, pero fue un partido el que provocó el brote del coronavirus en Europa. Homenaje póstumo (por fortuna, de muerte temporal) al espectáculo mediático del fútbol. Incluye recuerdos de algunas tardes, visiones borrosas de fueras de juegos y elegías por las tribunas vacías.

Por: Octavio Gómez Velásquez |  MAYO 4 de 2020

Entonces, casi de la noche a la mañana el “planeta fútbol” desapareció. En su lugar quedaron, como testigos mudos, los grandes edificios invertidos (donde el césped es el interior), las camisetas de viejas hazañas y los recuerdos cada vez más borrosos de las gestas de los juegos heroicos.

Era el fin del fútbol, el regreso a los tiempos de Jesucristo cuando el mundo era tan escaso en referencias redondas que la gente creía que la tierra era plana y los ídolos eran estatuas de bronce con pies de barro, es decir, como futbolistas.

Pero, ¿por qué desapareció el “planeta fútbol”? ¿Existió alguna vez, realmente, o fue un espejismo, un producto de la alocada imaginación de un adolescente atolondrado? ¿Era más cierta la realidad paralela de las películas de Hollywood?

EL APOCALIPSIS EN LA PODADORA

El día que comenzó el apocalipsis fue el 19 de febrero, en el estadio Giuseppe Meazza, del barrio milanés de San Siro, un distrito lleno de restaurantes baratos y hoteles de mochileros, muy aptos para recibir hinchas que viajan por Europa siguiendo a sus clubes.

El estadio, que por fuera parece una podadora de césped gigante, ese día no recibía a sus equipos locales de siempre (el AC Internazionale o Ínter, y el AC Milan). Ese día estaba prestado para un club de una ciudad pequeña, industrial, cercana: el Atalanta, de Bérgamo, que recibiría al boyante y famoso Valencia Club de Fútbol, de la ciudad homónima de la Comunitat Valenciana, de España.

El Atalanta no podía jugar en su ciudad porque su estadio es pequeño para las exigencias del reglamento en la ronda de octavos de final de la Liga de Campeones de la UEFA (Champions League en inglés y “chanpios lig” como lo pronuncian los locutores radiales de Medellín).

Hasta entonces, todo era normal: mediados de febrero en el norte de Italia significan temperaturas muy bajas, resfriados frecuentes, bronquitis, pulmonías, neumonías típicas. Nada de qué preocuparse.

Para los hinchas del Atalanta, en Bérgamo, la historia era otra: era la primera vez que el club pisaba los salones reservados a los mejores 16 equipos de Europa en la Champions y para los locutores deportivos paisas también era muy importante porque en el Atalanta juegan los delanteros colombianos Duván Zapata y Luis Muriel, cuyas actuaciones o ausencias, yerros o aciertos iban a ayudar a llenar las largas y farragosas horas frente al micrófono.

Ese 19 de febrero apenas los noticieros ocupaban menos de un minuto por emisión para detallar el avance del Covid19 en la lejana y desconocida ciudad de Wuhan, en la China (¿quién, antes de la pandemia, sabía que esa ciudad tenía 11 millones de habitantes? ¿quién la puede señalar hoy en el mapa?), a no ser para mirar el increíble video acelerado que mostraba cómo los chinos levantaban un hospital en menos de diez días.

Para la humanidad, Covid19 era una referencia lejana, como la gripa aviar o el ébola: enfermedades exóticas de países exóticos para personas exóticas (o pobres, muy pobres, casi lo mismo).

Aquel juego terminó con un contundente 4-1 del onceno italiano sobre el español. La bomba de aquel juego, sin embargo, no estuvo en el césped del estadio sino en sus tribunas: habían asistido 40 mil habitantes de Bérgamo (la ciudad tiene 120 mil), muchos de los cuales ya eran portadores del Covid19 aunque no lo sabían. Al lado estuvieron los 2.500 hinchas del Valencia que habían viajado 23 horas en tren desde su ciudad hasta la Lombardía para ver caer a su equipo.

Los abrazos, los besos, los cánticos, los saludos, todo sirvió para que el virus que pudo haber llegado en pocos cuerpos hubiera regresado por miles a Bérgamo, se quedara por cientos en Milán y se alejara con los españoles por miles en la ruta férrea de casi un día parando en Lausana y Ginebra (Suiza), Lyon, Montpellier y Perpiñán (en Francia) y Girona y Barcelona, (España), antes de llegar a Valencia.

El centro de Europa quedaba así contaminado. Un viajero inusitado por el viejo continente sabe que cualquier estación mediana de trenes o buses concentra a cientos o miles de pasajeros por día, con lo cual y sin ninguna restricción ni protección, el virus viajó multiplicándose a tasas exponenciales.

EL BILLONARIO NEGOCIO

El juego y su resultado no fueron de mayor importancia hasta que en Bérgamo colapsaron los centros médicos y los controles y las alarmas dieron cuenta de que en el industrializado y conservador norte italiano (pero no sus puertos marítimos, las más probables entradas del Covid19) había estallado la crisis por la epidemia.

Como un juego de dominós puestos uno tras otro que van cayendo, empezaron a notificarse miles de casos y cientos de muertes por el virus y el multimillonario fútbol europeo, el más europeo de los negocios del show bussiness del siglo XXI, se unió a la pandemia.

LLEGÓ EL SILENCIO

La bomba, como los explosivos modernos, estalló en silencio. Como dicen que nos mataría a todos una bomba nuclear: sin tocar los edificios ni las calles ni los automóviles, solo arrasando lo vivo.

Su onda expansiva fue desde el centro de Europa hacia oriente y occidente, dejando tras de sí una estela de incertidumbres, riesgos de quiebras y pólizas de seguros por cobrar que todavía no se vislumbran porque, sin excepción, todas las ligas y las competencias aspiran a retornar a algo llamado normalidad.

El mundo europeo del balón se toma como valor de referencia, porque su realización es la que implica mayores costos y, lógicamente, las ganancias más grandes, tanto en las ligas de naciones como en las competencias continentales que logran superar con creces la atención sobre muchas competiciones extra europeas.

NEGOCIOS MULTIMILLONARIOS

Desde que, en los años 80, comenzaron a asociarse los negocios de los campeonatos europeos con la transmisión por televisión, ambas iniciativas empresariales lograron un ascenso meteórico en términos de valores y audiencias.

Las seis competiciones nacionales europeas más valiosas, Inglaterra, España, Italia, Alemania, Francia y Países Bajos reúnen transferencias de futbolistas por valor de 25.697 millones de euros (poco más de cien billones de pesos, más de la tercera parte del presupuesto general de Colombia para 2020, tasado en 227 billones de pesos).

Los 25 mil millones de euros no consideran los valores globales de los derechos de transmisión por televisión, distribuidos hacia mercados tan poderosos como el chino o el japonés a través de las plataformas de Internet, la televisión satelital o los sistemas de televisión por cable aún mayoritarios en los países de América Latina.

Los contratos europeos por los derechos de transmisión (de información más accesible y creíble) rondaron hasta 2018 la cifra de los 700 millones de euros por sistema de distribución en el caso de los más poblados, hasta 30 millones de euros para los más pequeños. Nótese que se trata de más de 40 países solo para el caso del viejo continente y en los países de mayor desarrollo (Alemania, el Reino Unido y Francia) tales derechos se venden a dos o tres operadores de tv., lo que ya incluye las empresas telefónicas que los incluyen para sus clientes de telefonía móvil e Internet.

ENTRAMADO COMERCIAL

Pero este milagro del mercadeo deportivo no se limita a los grandes derechos de retransmisión o distribución. Como en todos los eventos deportivos a gran escala, las ligas de todo el mundo se hacen con grandes patrocinios, patrocinios y co-patrocinios, venden los derechos de exhibir marcas alrededor de los gramados donde se desarrollan los juegos, los clubes venden el derecho a lucir logos particulares en sus prendas y los fabricantes de elementos para la práctica se disputan el derecho de diseñar y dotar los uniformes de competencias.

Estas actividades, que el mundo del deporte llama “merchandising” mueven anualmente cuantías que superan los 4.000 millones de dólares solo alrededor del fútbol de alta competencia.

A lo anterior se deben agregar las ofertas mediáticas que se desarrollan antes y después de los partidos de fútbol. Horas enteras de transmisiones en vivo, debates, entrevistas, repasos a los juegos, análisis presuntamente tácticos, reportes a los devaneos nocturnos de las estrellas del juego, ya en Singapur, París o Bogotá, que se venden a clientes de pautas publicitarias multimillonarias, cada vez más abiertas a recibir nuevos públicos: el fútbol femenino fue la más reciente adquisición, con la intención de vincular a ese entramado todos los productos dirigidos al público femenino, tradicionalmente olvidado del balompié, lo cual incluyó, por supuesto, incorporar comentaristas, entrevistadoras y narradoras en un ambiente tradicionalmente hostil a las mujeres, cuando no francamente sexista y no en pocos casos, duramente homosexual aunque públicamente homofóbico.

Hace poco menos de diez años el fútbol dio el vuelco hacia el mundo de las apuestas legales que, durante décadas se mantuvieron en poder de las organizaciones criminales conocidas como mafias.

La introducción de plataformas informáticas facilitó la popularización de las apuestas “on line” que, de a poco, incorporaron toda clase de competencias deportivas y en casi todos los niveles. Juegos de tercera división del fútbol serbio, campeonatos nacionales de canotaje de Albania, competencias ciclísticas en Nigeria, escaladas en el Tíbet y, claro, fútbol de primera división.

Toda esa gran maquinaria, deporte, televisión, medios de información, patrocinadores, anunciadores, legitimadores, casas de apuestas y apostadores se tuvieron que callar, casi de la noche a la mañana, en 207 de los 210 países afiliados a la FIFA, la asociación de fútbol que es más grande y más poderosa que las Naciones Unidas.

La tercera semana del mes de marzo, Kylian Mbappé, el jugador que cuesta 180 millones de euros, sus 7.000 colegas del fútbol europeo, las diez ligas suramericanas, la treintena de países africanos, los nuevos ricos de Asia, sus televisiones, sus plataformas web, sus casas de apuestas, sus locutores, modelos, anunciantes, empresarios, lavadores de imagen y de dólares, los porteros de las entradas a los estadios, los aguateros, masajistas, narradores y áulicos, todos, se tuvieron que callar.

Y el mundo volvió a ser como en los tiempos de Jesucristo cuando no había fútbol y los dioses eran como los futbolistas: figuras de bronce con pies de barro.

Foto principal: Henry Agudelo.


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