Ese borroso pasado del proceso de paz de 1982


Alejandro Calle Cardona

Derechos humanos / octubre 27, 2015

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El dirigente conservador Belisario Betancur Cuartas resultó electo presidente de la República en 1982 con cuatro grandes promesas: universidad para todos, casas sin cuota inicial, hospitales y vías para todo el país y hacer un acuerdo de paz con la guerrilla.

Colombia era un país «raro» en Suramérica: no había tenido gobiernos militares –cuando había dictadores de extrema derecha en casi todos los países de la región-, mantenía una economía en crecimiento cuando la crisis de la deuda externa asoló a toda América y la inflación era la más baja cuando los demás mostraban niveles de hasta 500% y, lo más grave, el dinero del narcotráfico no solo era aceptado sino bienvenido.

El gran problema colombiano eran las guerrillas, cada vez más fuertes militarmente y poco a poco vinculadas a las áreas donde había laboratorios de cocaína (y luego, plantaciones de coca). Además, las guerrillas gozaban de una relativa aceptación social y grandes sectores de la sociedad creían que sus actos estaban justificados: la democracia colombiana, tradicionalmente cerrada y elitista, lo había sido aún más durante el gobierno de su predecesor, el liberal Julio César Turbaya Ayala.

Belisario ganó la contienda electoral y de inmediato tuvo que lidiar con una desconocida crisis del sector financiero (producto de una especulación producida por los exorbitantes ingresos del narcotráfico) que lidió ajustando los controles a los establecimientos financieros y con una generosa amnistía para lo que entonces se llamaban «dineros calientes», es decir, la plata del narco.

Paralelamente, nombró una comisión de paz que encabezaban el exministro liberal Otto Morales Benítez y el ex presidente Carlos Lleras Restrepo. A la mesa de negociaciones se sentaron los líderes de las guerrillas de las Farc, del M-19, del Ejército Popular de Liberación –Epl- y el Quintín Lame, una organización alzada en armas de carácter indigenista.

El Ejército de Liberación Nacional, que había resurgido de una casi total aniquilación, dirigido por dos curas españoles llegados de la Teología de la Liberación (pasó a llamarse Unión Camilista Eln, en nombre del padre Camilo Torres), se negó a entrar en las conversaciones y se mantuvo en armas, financiado con extorsiones millonarias a la compañía petrolera Oxy, que operaba un mega pozo en el Arauca.

Desarmarse y hacer política era lo que les pedía el gobierno a las guerrillas unidas en una figura llamada «Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar». Dejar de secuestrar y de extorsionar, era la otra condición y se ofrecía una amnistía general para los guerrilleros. A cambio les permitirían formalizar un partido y participar en las elecciones. Parecía simple.

La insurgencia, en cambio, pedía más: una asamblea nacional constituyente, con representación de todos los sectores populares involucrados en la permanente protesta social (que permanece ininterrumpida desde el fin de la dictadura militar de Rojas Pinilla), severas transformaciones sociales y democratización de la vida política.

En marzo de 1984 se firmó el Acuerdo de Casa Verde –sede histórica de las Farc en la serranía de la Macarena, en la cordillera oriental. El acuerdo contemplaba un cese al fuego verificable, entre el Estado y la insurgencia. Los alzados en armas deberían concentrarse en lugares específicos (el M-19, guerrilla de filosofía nacionalista y esencialmente urbana, agrupó a muchos de sus combatientes en los barrios de las grandes ciudades) y tendrían a partir de entonces, un año para organizarse como partido político: las Farc y el Partido Comunista Colombiano ordenaron organizar a la Unión Patriótica y encargaran de su dirección al comandante Iván Márquez, ahora parte de la mesa de negociación en La Habana.

El nacimiento de la UP fue de sangre, de sangre fue su vida y a bala murieron ¿5000? militantes de ese partido. Paralelo con las negociaciones de paz con la guerrilla se formaron, bajo el auspicio de los narcotraficantes y de grandes terratenientes, los grupos paramilitares de extrema derecha, que se encargaron –no en pocas veces en connivencia con las fuerzas armadas o con su complicidad activa- de una operación que se llamó «el baile rojo».

A pesar de haber vivido seis años bajo una feroz campaña de aniquilamiento, la UP alcanzó a ocupar el 10% de las corporaciones públicas y, con la primera elección popular de alcaldes, lograron un porcentaje similar de alcaldías en todo el país. La mayoría de ellos, incluyendo dos candidatos presidenciales, murieron acribillados por sicarios del paramilitarismo. Nunca hubo culpables. Nunca, juicios. Ese grupo (que las Farc dejaron en la completa orfandad cuando se terminaron los diálogos en 1985) estaba conformado por dirigentes de las organizaciones sociales que no estaban vinculados con la lucha armada. Pero los mataron por el solo hecho de ser de la UP. Las calles y las veredas del eje bananero de Urabá, del nordeste y el Magdalena Medio fueron los escenarios de esa tragedia en Antioquia (y, obviamente, las calles de Medellín, a donde muchos intentaron escapar). Miles siguen, 25 años después, en el exilio.

El otro gran atentado contra ese proceso salió del entonces embajador de Estados Unidos en Colombia, Lewis Tambs, quien declaró que «las Farc era una narco-guerrilla» y desde entonces, el discurso que descalificó a esa organización se basó en su relación con las drogas.

Otto Morales Benítez dejó la comisión gubernamental con una expresión que describió la situación de ese proceso: había poderosos «enemigos agazapados de la paz».

Ahora, en La Habana, tenemos mayores avances en el proceso de paz con las Farc pero, hay dos grandes diferencias: los enemigos de la paz ya no están agazapados y el tema del narcotráfico ha vuelto a ocupar el lugar que siempre tuvo en la guerra, el de ser un delito conexo y no su principal motivo.

 

Octavio Gómez V.

periodicociudadsur@gmail.com

Foto: Radio Macondo