Para que Gabo no muera por segunda vez


Alejandro Calle Cardona

Cultura / junio 23, 2014

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El escritor colombiano tenía el poder del brujo para convocar los espíritus que pueblan nuestra historia. El riesgo es perder sus conjuros y enterrar en el monumento del olvido sus palabras.

Cuesta trabajo, en las sociedades contemporáneas tan dadas a instrumentalizar los signos y sus símbolos, entender que el valor real de la obra de Gabriel García Márquez está en ser solo palabras. Tan vacuas, tan pobres en sí mismas frente a la acumulación de datos, cifras y estadísticas con las cuales se pretende llenar lo que quedó hueco de sentido.

Pero, por paradójico que parezca, la fundación de la patria que hizo Gabo (perdóne la confianza, pero el editor apenas me regaló 500 palabras para este homenaje modesto), hecha solo en sus relatos delirantes es más duradera que los millones de métros cúbicos de cemento con que muchos pretenden hacer patria.

La razón es simple: el país que nos fundó Gabo está hecho de todos, por fin, de nuestro pasado, de la historia (advenediza a ratos en los textos oficiales) que no se olvidó, de la historia que se inventó, de la transmutó en cuento infantil, de la historia que llevamos las generaciones sin segundas oportunidades en la tierra.

Esa historia que fundó el cataquero es la de los hombres y mujeres y niños de los pueblos perdidos en la selva americana y en su desierto y en su montaña porque América Latina es una sola selva y un solo desierto y una sola larga montaña como una espina dorsal que va desde el sur desconocido hasta el norte falseado.

Esta historia contada así nos descubrió de guerra en guerra, de tirano en tirano, de plaga en plaga, de catre en catre, de camino en camino, porque así nos hicimos. Lo que hizo el escritor nacional costeño (esa claridad hay que mantenerla aquí en la tierra de los antioqueños que solemos mirar con cierto desdén la diferencia cultural) fue darle a todos nuestros hilos, un nuevo tejido.

A nuestros ojos les dio nueva mirada, a la piel una sensación renovada, una forma de sentir que no conocíamos. Eso es lo que el crítico literario llamó «realismo mágico»: nuestra capacidad de hacer y vivir por encima de la racionalidad y ver a un cristo en una tasa de chocolate, volar al cielo envueltos en sábanas (o huir en un viejo camión hacia la libertad del sexo sin frenos y con total impudicia).

Entonces, como la obra de Gabo nos re-descubre en nuestra riqueza y en nuestra miseria (la descripción que hace de las castas capitalinas que gobiernan un país desde la frialdad del páramo, es demasiado lastre para ser aceptada sin más), se vuelve peligrosa, a la vez panfletaria y filosófica, a la vez diatriba y elegía. No tiene ditirambos con el poder sino reclamos.

Vista la muerte del único premio Nobel que tiene Colombia (alguien dijo que tendremos uno más cuando la Academia Sueca premie la hijueputez), queda la perplejidad que trae consigo siempre una noticia de estas. Vemos morir y matar cotidianamente pero no nos resignamos a la idea de la muerte (he aquí cuando regresa la idea de que dios espera al otro lado del viaje, con una suerte de premio eterno, pero eso es nada más que un consuelo autoinflingido).

Queda la sensación de que nos privaron de algo superior, mejor que todo lo que teníamos, más ilustre (el secreto de mago que tienen los que saben contar historias, embrujo prehistórico que salta en los genes de la humanidad). Queda la sensación de que se fue el hombre que sabía el arcano de nuestra existencia.

Pero, qué va: no va a pasar. Otro vendrá que ocupe un lugar distinto para contarnos, un trovador de nuevas coplas que nos desmenuce los amores y nos endilgue los odios. Eso no preocupa.

Lo que ahora me asusta, a mi, pobre pasajero de los días, es que vayamos olvidando poco a poco al juglar de Aracataca, que enterremos día con día, sus palabras maravillosas, que echemos en el cuarto de los trebejos inútiles a las generaciones maravillosas de los Buendía, su coronel pobre y su gallo hambriento, sus mujeres olorosas a santidad y a celo. En ese momento, asistiremos a la segunda muerte de Gabo.

 

Octavio Gómez V.

Fotos: Web

Periodicociudadsur@gmail.com